martes, 21 de octubre de 2008

avísame cuando te vayas III

He muerto cien veces y cien veces he tenido que resucitar yo solo, amor mío, y tú, desde esa otra vida que te has fabricado, ni siquiera te diste cuenta de que morí. Me iba a la cama por las noches pensando que ya era un poco mejor, que ya había aprendido la enseñanza ésta que trata de explicarme la vida con tu pérdida, y me despertaba siendo distinto, pero peor. Y me moría muchas veces durante esas noches largas: veía mi entierro y tú estabas allí, triste y sola. Entonces me despertaba y te decía: “ni siquiera nos ha dado tiempo para despedirnos”. Y tú me dabas un abrazo y volvía a renacer en una nueva vida contigo, y volvía a morir a los pocos segundos.
Uno se acuesta con unos pensamientos durante la noche y cuando se despierta, a la mañana siguiente, los ha perdido todos y no sabe en qué dirección deben ir entonces sus pasos. Uno cree que ya está, que dejó de sufrir, que se acabaron las pesadillas, y lo único que se le ha acabado es ese pensamiento donde había una esperanza. Se muere, y se despierta siendo otro, pero con los mismos recuerdos del que murió. Hasta que los recuerdos se borran.
Sí. Debió ser algo así lo que a ti te sucedió, cariño, pero lo que ocurre es que aún no has reparado en ello. Te dormiste una noche de las de tu vida de antes y despertaste siendo otra. Pensaste en mí antes de llegar al umbral del sueño, y cuando saliste de él yo ya no estaba: estaban otros. Y ya no necesitabas saber de mí para seguir viviendo; ya no necesitabas de mi presencia para ser feliz -¿o nunca lo fuiste en tu vida de antes?-. Así que yo moría cien veces, y renacía otras cien y tú no lo sabías, ni necesitabas saberlo. Y fuiste borrando todo aquello que te hacía daño, cariño. Y en esta nueva vida a la que tú despertaste, así, sin querer, no sé porqué pero el que te hacía daño era yo: mi presencia y mis recuerdos. Y los fuiste borrando uno a uno. Y no sé ya si te queda algo de mí.
Y sólo un día nos cruzamos de casualidad en esta ciudad ahora extraña y sin sentido. Grande como no lo había sido nunca, porque enorme es este desierto donde te busco, y no te encuentro. El día que te deje de buscar sé que a lo mejor te encontraré, como aquella vez donde nos miramos y sonreímos, pero no sé ya si sabré reconocerte sin pasar de largo. Y tú, ¿me reconocerás a mí?.
Porque yo ya no veo las cosas tal y como son, en este mundo nuevo, extraño y hostil. A veces, en un instinto de autodefensa, veo pasar delante de mí la vida que me hubiera gustado tener, y, en otras ocasiones me doy cuenta de que yo ya vivo en otro lugar, a miles de kilómetros de distancia de ti. Pero no veo las cosas tal y como son, amor mío. Si me dices que me odias, puede que yo esté escuchando como me dices “te quiero”, y si me dices que haga el favor de dejarte en paz puedo estar pensando que me pides que no me separe jamás de ti.
Y no veo ya que a ti te da igual que yo esté vivo o que esté muerto, sino que veo cómo me echas de menos por las noches, quieres llamarme pero no te atreves, y veo cómo piensas “ojalá esté bien”, cuando en realidad ni siquiera una vez pasa mi recuerdo por delante de tu cabeza. Y es que, en verdad, cariño mío, resulta muy difícil de aceptar que ya no eres nadie, que para ti yo ya no soy nadie, que te alejaste una tarde hace mucho sin avisar y que no volverás porque encontraste un sitio, allá, muy lejos de mí, donde te sientes infinitamente más feliz de lo que fuiste conmigo. Lo siento en el alma, de verdad, pero yo ya no puedo hacer nada.

No hay comentarios: