lunes, 10 de noviembre de 2008

despedidas antes del fin

Me he despedido muchas veces de gente a la que no he vuelto a ver más. He dicho adiós a cosas, a proyectos, a ilusiones. He dicho adiós a una forma de vivir y de entender las cosas. Todo tiene etapas y todo se transforma, aunque las cosas vuelvan siempre al mismo lugar.
Algunas noches en vela he descubierto que no somos diferentes al coronel Aureliano Buendía de los Cien Años de Soledad, encerrado en una habitación a oscuras construyendo y volviendo a fundir sus pececitos de oro. He descubierto que a veces no estamos tan lejos de la locura del Martín en Sobre Héroes y Tumbas, y de su teoría conspiratoria de un mundo mucho más oscuro que el que ven los ciegos; o de las idas y venidas de esa princesa-dragón que se llama Alejandra. Hoy eufórica y espectacular; mañana, hundida y huidiza.
Suelo decir que vivir es como subir en una montaña rusa. Confiamos siempre en que por muchas subidas y bajadas de vértigo que de nuestro carro, su sistema no se salga nunca de los raíles. Pero no es cierto. Es otra de las mentiras que nos han hecho creer.
Sé bien a lo que voy a decir adiós. Mi vida acaba cada noche y comienza cuando se inicia el día. Sé que no será fácil y que volveré a bajar y subir, pero hay momentos en que lo mejor es decir adiós.

martes, 21 de octubre de 2008

avísame cuando te vayas III

He muerto cien veces y cien veces he tenido que resucitar yo solo, amor mío, y tú, desde esa otra vida que te has fabricado, ni siquiera te diste cuenta de que morí. Me iba a la cama por las noches pensando que ya era un poco mejor, que ya había aprendido la enseñanza ésta que trata de explicarme la vida con tu pérdida, y me despertaba siendo distinto, pero peor. Y me moría muchas veces durante esas noches largas: veía mi entierro y tú estabas allí, triste y sola. Entonces me despertaba y te decía: “ni siquiera nos ha dado tiempo para despedirnos”. Y tú me dabas un abrazo y volvía a renacer en una nueva vida contigo, y volvía a morir a los pocos segundos.
Uno se acuesta con unos pensamientos durante la noche y cuando se despierta, a la mañana siguiente, los ha perdido todos y no sabe en qué dirección deben ir entonces sus pasos. Uno cree que ya está, que dejó de sufrir, que se acabaron las pesadillas, y lo único que se le ha acabado es ese pensamiento donde había una esperanza. Se muere, y se despierta siendo otro, pero con los mismos recuerdos del que murió. Hasta que los recuerdos se borran.
Sí. Debió ser algo así lo que a ti te sucedió, cariño, pero lo que ocurre es que aún no has reparado en ello. Te dormiste una noche de las de tu vida de antes y despertaste siendo otra. Pensaste en mí antes de llegar al umbral del sueño, y cuando saliste de él yo ya no estaba: estaban otros. Y ya no necesitabas saber de mí para seguir viviendo; ya no necesitabas de mi presencia para ser feliz -¿o nunca lo fuiste en tu vida de antes?-. Así que yo moría cien veces, y renacía otras cien y tú no lo sabías, ni necesitabas saberlo. Y fuiste borrando todo aquello que te hacía daño, cariño. Y en esta nueva vida a la que tú despertaste, así, sin querer, no sé porqué pero el que te hacía daño era yo: mi presencia y mis recuerdos. Y los fuiste borrando uno a uno. Y no sé ya si te queda algo de mí.
Y sólo un día nos cruzamos de casualidad en esta ciudad ahora extraña y sin sentido. Grande como no lo había sido nunca, porque enorme es este desierto donde te busco, y no te encuentro. El día que te deje de buscar sé que a lo mejor te encontraré, como aquella vez donde nos miramos y sonreímos, pero no sé ya si sabré reconocerte sin pasar de largo. Y tú, ¿me reconocerás a mí?.
Porque yo ya no veo las cosas tal y como son, en este mundo nuevo, extraño y hostil. A veces, en un instinto de autodefensa, veo pasar delante de mí la vida que me hubiera gustado tener, y, en otras ocasiones me doy cuenta de que yo ya vivo en otro lugar, a miles de kilómetros de distancia de ti. Pero no veo las cosas tal y como son, amor mío. Si me dices que me odias, puede que yo esté escuchando como me dices “te quiero”, y si me dices que haga el favor de dejarte en paz puedo estar pensando que me pides que no me separe jamás de ti.
Y no veo ya que a ti te da igual que yo esté vivo o que esté muerto, sino que veo cómo me echas de menos por las noches, quieres llamarme pero no te atreves, y veo cómo piensas “ojalá esté bien”, cuando en realidad ni siquiera una vez pasa mi recuerdo por delante de tu cabeza. Y es que, en verdad, cariño mío, resulta muy difícil de aceptar que ya no eres nadie, que para ti yo ya no soy nadie, que te alejaste una tarde hace mucho sin avisar y que no volverás porque encontraste un sitio, allá, muy lejos de mí, donde te sientes infinitamente más feliz de lo que fuiste conmigo. Lo siento en el alma, de verdad, pero yo ya no puedo hacer nada.

martes, 15 de abril de 2008

avísame cuando te vayas II

Eres como la luna porque siempre estás ahí, cariño mío. Uno se va de viaje, por la noche, en un coche mirando por la ventanilla y ella está ahí, siguiendo sus pasos, brillando sin querer brillar, iluminando esta vida oscura donde vivimos. Y da igual a la velocidad que vayas: la luna siempre te sigue así, en paralelo, sin decirte nada. Pero ella va por su camino infinito y no quiere brillar. Pero brilla. Y te escapas, y te vas a la otra parte del mundo y ella sigue allí, sin tener la voluntad de estar. Y miras al agua y ella está allí, y la amas aunque sabes que no puedes alcanzarla.
Y lo siento mucho, de verdad. Pero yo no tengo la culpa de que seas así para mí. Yo no tengo la culpa de que, una tarde de abril, entraras en mi vida sin querer entrar con una camiseta blanca y unos pantalones vaqueros. Con una mirada curiosa que yo no había visto jamás y que no cesaba de preguntar todo aquello que era inexplicable. Con el pelo negro y mojado. No tengo la culpa de que me enseñaras qué era eso de la felicidad, que siempre se acaba. Y tampoco tengo la culpa de que ahora me toque pagar el precio por lo feliz que fui. Porque, ¿qué sería de los momentos felices si a uno no le tocara después saborear la tristeza más absoluta?. Porque a todo acaba acostumbrándose uno, en esta vida extraña y desagradecida. Uno puede acostumbrarse a ser feliz y a no saber saborear los momentos de felicidad, y también puede acostumbrarse a vivir más triste que esa mirada tuya que tenías cuando llegaban los días de lluvia.
El ser humano está preparado para sufrirlo todo, amor mío. Uno cree que ha llegado a lo más hondo del túnel en el que se encuentra y que va a subir porque ve allá, a lo lejos, el resquicio de lo que fue una luz, y vuelve a caer con otro golpe de la piqueta que es el destino. Y cae, y vuelve a caer, y no ve la luz, o cree que la ve y se le esfuma, pero sigue viviendo como si nada. Yo, la verdad, me niego a aceptar que seamos así, y déjame simplemente que reivindique el derecho que tenemos algunos a no vivir felices. Ya. Ya sé que es injusto para mucha gente que lo pasa infinitamente peor. Pero no soporto que, pase lo que pase, te de los golpes que te de la vida, uno siempre tenga que salir adelante y meter todo lo que ha perdido en un cajón de la memoria donde, al final, se borrará y dará paso a nuevos sueños que también se esfumarán, y nosotros, los seres humanos, seguiremos viviendo.
Este mundo es muy extraño, vida mía. Uno pasa por momentos importantísimos durante seis años de su vida y, al final, por un inexplicable mecanismo que no llego a comprender, recuerda los sucesos que, a priori, parecen más absurdos e insignificantes, como en Annie Hall. En esa película -¿te acuerdas cuando la vimos una noche de invierno en nuestra Jávea, cariño?- ellos dos se separan y él, al final, pasa como en unas fotografías los momentos que recuerda con más cariño. Y recuerda cuando un día cocinaban cigalas, o cuando iban de paseo con el coche. Pues eso me pasa a mí ahora. No sé porqué, pero creo que se me olvidan momentos cruciales de nuestra relación. Sin embargo recuerdo perfectamente cuando jugábamos a perseguirnos por el jardín del chalet, cuando regábamos el césped descalzos el día en que nos dimos cuenta de que llegaba el verano, cuando nos acercábamos a aquella casa para ver a la perra aquella que queríamos adoptar. La llamaríamos Carlota, ¿te acuerdas?.
También me ocurre que por ese mismo insólito procedimiento recuerdo con una inmensa dulzura aquellos momentos en que peor estábamos. Recuerdo cuando te enfadabas en el coche por lo mismo de siempre. Cuando te enfadabas muchísimo y decías que te llevara a casa. Recuerdo cuando te enfadabas y lo hago con dulzura porque estábamos juntos. Yo, ya lo sabes, nunca me enfado con ninguna de las personas que amo. ¿Te acuerdas que me decías que no fuera tonto y que yo también tenía derecho a enfadarme alguna vez, que alguna vez incluso estaba obligado a ello?. Pero yo nunca me enfadé. Nunca me enfadé porque sabía que te quería y nunca me enfado ahora tampoco porque sé que te quiero igual que antes. Porque, ¿para qué enfadarme con alguien a quien quiero si luego sé que el enfado se me va a pasar?. Además, ya te lo he dicho muchas veces. Uno no sabe cuándo van a cambiar las cosas en este mundo donde te cambia la vida de la noche a la mañana. ¿Para qué tener ese último recuerdo amargo a causa de un enfado sin sentido?.
Eres como la luna porque eres inalcanzable. Siempre estás ahí, iluminando mis noches sin querer iluminarlas. Siempre estás ahí y por eso parece que estás tan cerca. Pero en realidad estás a muchos kilómetros. En realidad has decidido que quieres vivir tu vida muy lejos de mí. Lo siento en el alma, corazón, pero sólo espero que comprendas que yo no puedo hacer nada por evitarlo. De hecho, no tengo siquiera la culpa de ser así, y, la verdad, no me parece tan malo el simple hecho de querer a las personas que son importantes para mí y no querer dejar de quererlas. Y no sufras por mi vida, cariño mío: hasta yo me he acostumbrado ya a vivir así.

jueves, 14 de febrero de 2008

avísame cuando te vayas

Mira que te lo dije: avísame cuando te vayas. Y tú, que me decías siempre que no me preocupara, que no pensara en esas tonterías, que no fuera niño, que nada jamás nos separaría, ni siquiera la muerte, ni siquiera el destino contra el que no se puede hacer nada; y tú, al final, te marchaste sin decirme adiós, sin preparar a mi corazón para sustituir tu ausencia, sin despedirte de mí con una caricia.
Te ibas para siempre y me dijiste simplemente que ya me llamarías, que ya volveríamos a cruzarnos algún día en esta ciudad pequeña y ahora triste sin ti, que lo que hacía falta era tiempo para curar nuestras heridas. Pero es que estas heridas, vida mía, no se pueden cerrar con el paso del tiempo; muy al contrario, se hacen cada vez más grandes, como grande es el vacío que me ha dejado tu ausencia.
Ya. Ya sé que a la gente de este mundo raro donde vivimos no le gustan las despedidas. Que a nadie le gusta asumir el riesgo de los adioses. Que es mejor decir simplemente que nos veremos más tarde, un poquito más adelante, a la vuelta de la esquina, pero entonces no seremos ya las mismas personas. Tú no serás ya tú ni yo seré jamás el yo que tú conociste. Porque nada permanece quieto en este lugar donde todo el mundo va corriendo a todas partes para no llegar nunca tarde a ningún lugar.
Lo repito constantemente: lo más duro para un alcohólico no es el simple hecho de que tenga que dejar de beber, sino el conocimiento de que jamás volverá a tomar otra copa. Eso, al fin y al cabo, es lo que nos sucede a la mayoría de los que tenemos que alejarnos alguna vez. Eso es, precisamente, lo que nos ha pasado a ti y a mí. No me avisaste cuando te fuiste y no me dirás que eres tú si algún día decides regresar. No te acercarás a mí, así, cautelosamente, ni me taparás los ojos por la espalda para preguntarme si sé quién eres. Te veré de pronto, sin haber preparado a mi alma para el reencuentro. Te veré y no sé ya si sabré reconocerte como lo que fuiste para mí. Habrán pasado cien siglos y una eternidad de noches secas, oscuras, como un agujero negro de esos que hay por el espacio y que lo absorben todo. Construyes un sueño llenito de esperanzas durante el día y crees que eres feliz hasta que llega la noche. Pero cuando sale la luna, blanca, clara, iluminando las cosas sin distorsionarlas; cuando sale la luna los sueños se agotan, se acaban y comienzan las pesadillas.
Los sueños son, así, como los rabos de las lagartijas. Surgen en nosotros siempre a causa de un dolor muy fuerte que hemos sufrido, pero su efecto es poco duradero. Los sueños te mantienen vivo el mismo tiempo que se mantiene dando respingos el rabo de la lagartija cuando acabas de cortarlo. Al poco, lamentablemente, se le acaba el nervio y el sueño muere hasta que aparece otro que también morirá. Y así, cariño mío, pasan los días cuando tú no estás.
Y no te confundas, por favor, no pienses que estas letras te las escribo para hacerte reproches porque te fuiste una tarde sin avisar. De hecho, esto que ahora tú estarás leyendo lo escribo sólo para mí. Para recapitular mi vida y hacer recuento de todo aquello que se me escapó sin yo quererlo ni beberlo, sin darme cuenta y sin poder mantener siquiera el recuerdo de una despedida triste, como se merecen estas cosas que se te van y que tanto amas. Trato, simplemente, de entender yo mismo el porqué, por mucho que luches para conseguirlo, las cosas que quieres se van sin avisar, regresan sin avisar, y nadie se queda quieto en este mundo caótico en donde vivimos.
Y hazme caso, vida mía. Si algún día ves que algo que amas se va, aunque sea al otro lado de la calle, aunque sea para comprar el periódico en el quiosco que hay a la vuelta de la esquina, aunque tú estés viendo cómo camina de espaldas por la acera para llegar a ese sitio, despídete. No te pase como me ocurre siempre a mí, que se me esfuman las cosas que quiero de delante de las narices y no me dan tiempo ni siquiera a que les diga adiós. Que todos se van y me dejan sin avisarme y eso que yo les repito cien mil veces que me avisen cuando se vayan.